Lugares fronterizos:

espacios de fricción en la creación y nuevas estructuras de ocupación en las prácticas artísticas

 

  

Los "animales fronterizos;' utilizan el límite como asentamiento; transforman este área en un nuevo territorio, en una nueva nación. Un proceso colonizador y una exaltación de un nuevo hábitat, de un nuevo territorio para la exploración más que para la simple afirmación y consolidación de las ideas, donde la identidad es un conjunto de corrientes que fluyen en vez de un lugar fijo o conjunto estable de objetos. Sin duda alguna, eso es lo que siento respecto a mí mismo.

 

Para entender mejor la definición de esta línea divisoria he rescatado un pequeño texto, escrito en 1995 durante mi permanencia en Nueva York, como resultado desfigurado y difuso de una ciudad contradictoria y singular que me enseñó cómo habitar en las ciudades.

 

"Cuando vine por primera vez a esta ciudad fue en el verano de 1991 gracias a una de esas becas de cooperación hispano-norteamericana del Ministerio de Asuntos Exteriores. Por aquel entonces cualquier cambio de vida 'era un estado potencialmente rentable para observar el mundo desde todas las perspectivas.

Aterricé en un enorme edificio mitad casa mitad taller. Un modelo tipológico industrial característico del XIX ocupado hasta entonces por un artista de California. Un nuevo lugar para los próximos años. Empezaba a ser consciente de la transformación de lo que había sido mi vida en España. Buscaba, creo, una ciudad donde los lugares fueran sensibles a las personas y donde la generosidad de la creación recibiera el impulso a través de la cultura de lo cotidiano, una estética relacional para la cual el arte sólo debía ser un medio de reencuentro con la realidad y donde las acciones cotidianas me ocupaban el lugar de los objetos.

 

Comencé fabricándome un nuevo método de trabajo convirtiendo mi experiencia urbana en un activo y no en un valor.

 

Me levantaba siempre muy temprano y caminaba arriba y abajo, parándome por el camino en todos los edificios y estructuras que tenía que mirar y reconocer; tiendas, supermercados, librerías, edificios en construcción. Referencias inmediatas y estimulantes tan importantes como el cine o la música. Así era como trabajaba, dejándome extraviar como un forastero sin oponer resistencia, perdiéndome en la ciudad como se pierde uno en un bosque. Nueva York me enseñó ese arte de extraviarse anónimo e incógnito.

 

Dos años más tarde cambié de residencia, dejé aquella casa positivista de la calle Broone en Manhattan por un antiguo almacén de ferretería, alterado parcialmente como vivienda, en Brooklyn.

 

Todas estas maneras de asentamiento y ocupación nada tenían que ver con mis formas de habitar en España, más estables y seguras hasta entonces. Me había convertido en un inquilino y no en un residente, y por tanto, más crítico respecto del lugar. Cada día se convertía en un viaje. Mirando hacia atrás, ahora me doy cuenta de que vivía ese viaje como resistencia dentro de la misma ciudad. "

 

Me fascinaban los grandes vacíos urbanos de Brooklyn; espacios intersticiales que constituían para mí territorios de ensayo idóneos para explorar. Todo aquello era muy estimulante y me invitaba a la reflexión.

 

Tengo que decir que por aquella época me interesaban mucho las investigaciones de Diller y Scofidio o las radicales visiones de las, ciudades periféricas de Archigram, imágenes de gran capacidad emotiva que aquí reconocía de inmediato nada más salir a la calle.

 

Más adelante la casa fue convirtiéndose en una experiencia colectiva, en un proyecto comunal habitado al final por cinco o seis personas. Una especie de escenario no jerárquico constituido, por así decirlo, sólo a través de una determinada actitud vital.

 

El gran espacio habitable de doble altura recibió todo tipo de divisiones de madera, reduciendo al mínimo nuestro ámbito de privacidad. Era el lugar perfecto para aprender y practicar el antiautoritarismo, pero sobre todo era además creativo, propositivo y autoreflexivo.

 

Aquellos primeros años fueron especialmente intensos porque encerraban en sí mismos el germen de lo que pasaría, más adelante.

 

Recuerdo haber tenido la sensación de que todo aquello que me estaba pasando eran como pistas de lo que iba a sucederme durante el resto de mi permanencia en esa ciudad."

 

Ahí permanecí cuatro años más, hasta 1999, poniendo en duda todo aquel valor del arte con el que antes me había educado. Este cambio de formas propiciaba las nuevas relaciones con el espacio aludiendo a un profundo cambio en la propia figura del artista como estratega de procesos, donde las acciones cotidianas empezaban a ocupar el lugar que hasta ese momento habían ocupado los objetos. Era un presagio que el hombre en la modernidad tuviera que aventurarse en todos aquellos terrenos imprecisos a las afueras de las ciudades, causa de la contradictoria relación que existe hoy entre hombre y ciudad.

 

Por otra parte, esta deslocalización o desubicación del habitante de la metrópolis venía produciendo una sensación de pérdida y desarraigo, y si nos preguntamos sobre la vida y la muerte de estas ciudades lo hacemos también sobre sus sujetos y, por tanto, sobre la historia de los lugares y las ciudades.

 

Yo no creo, sin embargo, que vivir bajo ese sentimiento de pérdida o desarraigo no sea un idóneo punto de partida. Por el contrario, podría conformar una inmejorable situación para proponer una relación entre el hombre y la ciudad o el espacio público, y el arte.

 

Hemos visto en el texto el recurrente apoyo del viaje como vehículo desde el que abrir el mundo de la experiencia; no en vano, desde comienzos de la modernidad, el viaje habría supuesto una experiencia obligada para todo iniciado en el mundo de la creación, desde Asplund a Le Corbusier o la Escuela Alemana en EE. UU.

 

 

Pero también, quizá, pueda resultar paradójico que para la constitución de una mente creadora y avanzada se necesite de ese con- tacto con lo que no le es propio, sino diferente y ajeno.

 

Ser otro podría ser una dramática experiencia para quien aspira a constituir nuevos mundos, y una aspiración al desarraigo constructor del inicio de algo.

 

En la ciudad platónica, y sirva esto de ejemplo, el único hombre realmente libre era el artista, el que no se ubicaba en ningún lugar; y precisamente por estas mudanzas éste será expulsado del centro de la ciudad. Por tanto, sólo seremos libres en la metrópolis contemporánea si nos desplazamos y mudamos, si nos camuflamos y escondemos, ya que de ello dependerá nuestra supervivencia. Ocultarse podría ser entonces un estratégico modo de resistir y defendernos.

Quizá la idea de ciudad de hoy estaría vinculada a la de tránsito, a la de los no-lugares, a todos esos espacios-nudos que articulan nuestra movilidad, como aeropuertos, autopistas o aparcamientos. Esta ciudad, o mejor aún, estos hiperlugares o lugar de lugares se estarían convirtiendo en una suma de tiempos y movimientos más que una suma de espacios.

 

Como consecuencia de esta confluencia inevitable del territorio, los derechos de ocupación van a cambiar. Si yo antes ocupaba un lugar en ese territorio, ahora ocuparé un nuevo derecho de tránsito, de trayectoria no terrestre y espacial, sino de órbita, de trayecto o de astro; es decir, empieza a existir un derecho sin lugar, y estaríamos en posesión de nuestro trayecto y no de nuestra morada, como Erwin Wurm, creador de las esculturas en movimiento y las interrupciones domésticas creadas cuando nos paramos para encender un cigarrillo o a atarnos los zapatos.

 

Parecería consecuente que estuviera también en crisis el término de propiedad, como cuando un vehículo, dueño de su trayectoria, pasa, y lo que queda tras él ya no le pertenece, dejando entonces de medirnos en kilómetros para hacerlo en tiempo y en capacidad de desplazamiento. Un estado de derecho que al menos provoca una sensación más que inquietante: a más velocidad menos propietarios vamos a ser; Y si este valor o cualidad viene determinada por el factor de uso, se podría dar la paradoja de llegar a poseer algo que nunca se ha experimentado ni ocupado. Damos paso así a nuevas formas de uso, de habitar y consumir.

 

Creo que deberíamos buscar en todo este entramado nuevas estrategias de ocupación que permitan a los distintos grupos humanos actuar libremente recordando, sea dicho de paso, a las instituciones su incapacidad para delimitar la compleja realidad

  plural. Se trataría de propiciar nuevas reglas del juego de un espacio en tránsito, como un "haciéndose" y no como un hecho.

 

En todo viaje, dibujamos ese deambular como un diagrama, sin prestar demasiada atención ni a la salida ni al regreso, sino sólo a esos momentos intermedios como lugares excitados.

 

Ese es el momento más importante; ese lugar geométrico entre dos puntos que mantiene cualidades de ambos extremos, de lo local ¡ y de lo global, produciéndose un mecanismo de simbiosis y enriquecimiento mutuo. Siempre me sentía privilegiado desde aquella posición porque identificaba los objetos de diferente forma a como lo hacían los extremos. Los objetos no están amontonados uno al lado del otro, sino que se apoyan, se relacionan, se modifican y redefinen con nuestra mirada, creándose pequeños espacios intermedios; los lugares intersticiales del que hablaba Gordon Matta-Clark, en el "entre" de las cosas como un territorio de ensayo. Así se inventan los lugares y se inventan ciudades creando territorios propios hechos en el límite, en la franja fronteriza convertida en país. Además siempre creí que la patria estaba en otro lugar.

 

Son las periferias o las ciudades sin un centro muy definido las que nos obligan a un perpetuo desvío. Pero este "entre" no es un espacio residual, sino un lugar elástico que inspira y espira, como una grapa o sutura con capacidad de unir.

 

Me parece oportuno destacar a la "memoria" porque permanece siempre en el viaje y en todo proceso de cambio, y porque creo que queda de alguna manera sin respuesta todavía.

 

Alexander Duttman nos explica en el siguiente texto cómo deberíamos eliminar las huellas de nuestra memoria si queremos vivir en las ciudades:

 

"Borrar las huellas es no responder al compañero que llama a la puerta desde el día en que llegamos juntos a la ciudad; es esconder el rostro a los parientes que encontramos en la calle; es buscar un hogar sin instalarse nunca en una casa; Borrar las huellas es también no repetir nunca aquello que hemos dicho; es renunciar al propio pensamiento repetido por los demás; es no firmar nunca ni difundir la imagen de uno mismo. Borrar las huellas significa pues, no dejar que el tiempo te atrape, no intentar hacerte con un espacio, no hablar una única lengua o un único lenguaje, no crear nunca estilo y no pretender, bajo ningún pretexto, distinguirte por tu gusto o tus maneras, no levantar ningún monumento ni erigirte a ti mismo en monumento".

 

El problema no estaría en cómo meternos - nuevas ideas en la cabeza, sino en cómo sacarnos de ella las otras. No estaría de más, por otra parte, tener siempre a mano una gran goma de borrar.

 

Jorge Oteiza, como animal fronterizo, también nos descubre los valores esenciales que definen su territorio, y sobre todo, el gran vacío en esa línea divisoria como espacio de creación:

 

"Hace años dije:

me paso de la escultura a la ciudad,

más adelante abandono la ciudad,

busco la naturaleza

pero quedo entre la ciudad y el campo.

Animal fronterizo me declaro en Irún

y consecuentemente fronterizo he sido

entre animal y hombre,

entre la ciudad y la montaña,

entre la montaña y la carretera,

entre los demás y la montaña".